Vistas de página en total

martes, 12 de junio de 2018

BALDOR SALVO MI VIDA


Por: Martin Rogers

Esta es una historia singular, algo inverosímil, pero ocurrió realmente. 
Todo comenzó en aquellas vacaciones de junio, yo tendría para la época unos quince años, cursaba Noveno en el Bachillerato de mi pueblo; no puedo mentirles, adoraba las vacaciones porque me mantenían lejos del colegio y cerca de lo que más amaba… la naturaleza.
Era feliz corriendo por la pradera, cabalgando, bañarme en los jagüeyes, salir de cacería con mis amigos y hermanos; eso era lo mío, no el aburrido colegio, en donde enseñaban solo bobadas inútiles.
Nací y me crie en una pequeña parcela enclavada en la sabana sucreña, como cualquier niño de la región, corriendo por los pastizales detrás de los becerros, explorando los montes, trepando árboles, nadando en el arroyo, escuchando los diversos trinar de las aves y respirando el aire libre del campo; para mí ese lugar era el paraíso… aún conservo en mis recuerdos el olor a tierra mojada al pasto de cocuyo florecido.
Desde niño aprendí a trabajar el campo, ordeñar, cultivar la tierra; mis amigos me admiraban por ser un buen cazador y me seguían en mis aventuras por el monte.
Obligado por mis padres termine la primaria en una escuela rural que estaba ubicada cerca de la granja; luego me matricularon en el pueblo que quedaba algo retirado y por tal me tocaba vivir donde la tía Saturnina, una anciana que vivía sola pues no tuvo hijos y había enviudado. 
Mi rendimiento académico no era el mejor y mi comportamiento en clases menos por lo que los profesores me habían catalogado como un “alumno problema” y con toda la razón.  Mas debo aclararles que no es que fuera bruto, no, simplemente no tenía interés por el estudio y aun así aprobada los cursos aunque fuera a rastras.
Al salir de vacaciones empaqué mi ropa en un costal y salí disparado de la casa de mi tía Saturnina casi sin despedirme; no podía ocultar mi felicidad pues tendría un mes para pasarla súper en la granja.  La vieja bicicleta que me servía de transporte parecía volar por aquellos caminos polvorientos y llenos de huecos. Al llegar arroje mi “maleta” en un rincón y salí corriendo para el palo de mamón al cual me subí y empecé a degustar la sabrosa fruta encaramado en una rama, mi mamá casi se desgalilla llamándome para que me bajara, le preocupaba que me fuera a caer y “desmalayar”, por supuesto no le hacía caso hasta que escuchaba la temible voz de mi papá, ahí enseguida me bajaba pues de no hacerlo era capaz de subir y bajarme y pegarme una buena limpia, era un tipo de mucho carácter.
Cuando estábamos cenando mi papá me miró algo serio y mostró unos papeles que tenía en su mano, “es tu boletín de calificaciones del primer semestre”; su rostro lo decía todo, pues aquel boletín reflejaba las malas notas obtenidas por mí; parecía una “manta de torero”, puro rojo, llevaba nueve materias perdidas. Ante esa situación mi padre fue claro y tajante “si no quieres estudiar entonces trabajaras”, era una sentencia que había que cumplir y la verdad era lo que yo quería en esos momentos.
Lo que pensé que serían unas vacaciones divertidas se convirtieron en una pesadilla, trabajaba de sol a sol hombro a hombro con mi padre y hermanos mayores, desmontando, sembrando, pastoreando, recolectando.
Era clara la intención de mi padre, quería amedrentarme de tal manera que cambiara de aptitud y valorara los estudios pues así me lo recalcaba a cada rato, cuando me veía acobardado por el intenso sol de mediodía, “si estuvieras estudiando nada de esto te estaría pasando”. Mi blanca piel había cambiado de color y ahora lucia quemada, mis manos callosas y mis uñas llenas de tierra.
El fuerte verano secó los pastizales y había que llevar a pastar las vacas a  un lugar lejano a orillas del rio.  Mi papá decidió que era yo quien debía acompañarlo y salimos por la madrugada él en un caballo y yo en el viejo mulo arreando las pocas reces hasta el lugar escogido  en la orilla del rio donde abundaba el pasto y agua para que los animales se alimentaran y abrevaran; en aquel construimos un improvisado corral con alambre de púas y una enramada para guarecernos.  Llevábamos como cinco días en aquel lugar cuando llegó un emisario enviado por mi mamá avisando que la niña estaba enferma y necesitaba de la presencia de mi papá. “tendrás que quedarte solo un par de días”, sentí un escalofrió recorrer mi espina dorsal pues sentía pavor quedarme solo en un lugar tan inhóspito. “mantén el fuego encendido por las noches, eso mantendrá alejado al tigre, allí te queda el chopo, solo úsalo si es necesario, ten cuidado con eso”. Fueron las recomendaciones de mi padre al salir; lo del tigre no era ningún chiste, por las noches le había escuchado rugir en cualquier sitio no muy lejano.
Yo conocía aquel lugar pues no era la primera vez que iba, por lo que decidí llevarme el bolso con los libros y cuadernos para entretenerme en ratos de aburrimiento.  Abrí aquel bolso y lo primero que vi fue aquel libro de matemáticas que tantos dolores de cabeza me había dado. Tome aquel libro que asociaba al odiado profesor Godofredo Altamirano quien me la tenía montada y siempre me pasaba al tablero en donde por supuesto terminaba haciendo el ridículo, y esto me daba mucha pena, sobre todo con Luciana Díaz, aquella niña de tiernos ojos color miel que tanto me gustaba. “Señor López, ¿a que viene usted al colegio? ¿A perder tiempo?, será mejor que se quede en su casa… es usted un burro cargado con jolones”.  Palabras ofensivas e hirientes por supuesto; esto causaba la hilaridad de mis compañeros que también me la tenían montada.
Mientras pastoreaba, encerraba, ordeñaba y hacia el queso, me quedaba tiempo para darle una mirada a la Baldor e intentaba resolver aquellos problemas que nunca fui capaz de resolver.  Un día resolví el primero y fue como si una luz se encendiera en mi cabeza, así, los fui resolviendo uno a uno, del más sencillo al más complicado… solo había que ponerle lógica.
Estaba tan entusiasmado aquella noche que resolví tantos problemas que el cansancio y el sueño me vencieron y al no alimentar la fogata esta se apagó y solo permanecía encendido el mechón sobre la improvisada mesa.
No sé qué horas de la noche serian cuando escuche un fuerte estrepito y escuche el ganado escapar en estampida, arrastrando consigo la débil alambrada; cuando levante la cabeza, allí estaba, justo frente a mí, mirándome con sus ojos amarillentos, con sus enormes colmillos y sus poderosas garras… era el tigre.
El terror me paralizaba, el chopo estaba del otro lado del tigre y no podría alcanzarlo; el enorme tigre que lucía algo hambriento se lanzó contra mi dando un ágil salto; instintivamente le arrojé lo único que tenía en mis manos que era aquel libro de matemáticas.
Fue como una escena de película, el tigre saltó por sobre la improvisada mesa que no era otra cosa que una troja mal elaborada con pencas en donde estaba el mechón de petróleo… al arrojar el libro golpeo al mechón provocándose una repentina explosión justo cuando el tigre pasaba; por unos instantes quede ciego por la luminosidad y luego por el humo; entre penumbras pude ver como el enorme tigre huía a todo correr, “debe llevar los bigotes chamuscados” pensé.
Al siguiente día regresó mi padre con la buena noticia que la niña ya estaba mejor, que ya no tenía fiebre y la diarrea se le había parado, lo cual me alegro mucho.
Esa noche después de contarle a mi padre lo sucedido aproveché para decirle que deseaba volver al colegio; mi padre me miró largamente, sentí que leía mis pensamientos, luego simplemente dijo “no hay problemas”.
Al terminar aquellas de vacaciones que jamás olvidaré, viaje a Galeras a donde mi tía Saturnina que como siempre me recibía muy efusivamente. Nunca imaginé sentir tanta alegría al regresar al colegio, en el salón algunos me miraban con extrañeza porque no pensaban que regresaría y otros al notar lo quemada de mi piel como consecuencia de los días trabajados bajo el abrazador sol de la sabana sucreña.
El profesor Godofredo Altamirano no pudo disimular su sorpresa al verme allí nuevamente; sin embargo me dio la bienvenida socarronamente como solía tratarme, “López, no pensé verlo otra vez por aquí, al parecer estuvo trabajando duro porque luce muy quemado por el sol”, note cierta ironía al decirlo, lo cual me hizo pensar que algo había hablado con mi padre.
Al finalizar el bachillerato y para sorpresa de muchos me gradué con honores, siendo el mejor estudiante del grado Once y obteniendo una beca para estudiar Ingeniería en una de las mejores universidades del país.  Pero el mejor permio me lo dio Luciana Díaz, quien el día de la graduación se acercó a mí y me dio un suave beso en la mejilla y me susurro bajito “te amo”.
Hoy día soy profesional y he podido sacar a mi familia adelante, soy profesor de matemáticas en la Universidad donde estudie; como verán aquel episodio con el tigre fue muy significativo en mi vida, por tal puedo decir que “Baldor salvó mi vida”.
Ver mapa más grande