Por: Martin Rogers
Esta es una historia singular, algo inverosímil, pero ocurrió realmente.
Todo comenzó en aquellas vacaciones de junio, yo tendría para la época
unos quince años, cursaba Noveno en el Bachillerato de mi pueblo; no puedo
mentirles, adoraba las vacaciones porque me mantenían lejos del colegio y cerca
de lo que más amaba… la naturaleza.
Era feliz corriendo por la pradera, cabalgando, bañarme en los
jagüeyes, salir de cacería con mis amigos y hermanos; eso era lo mío, no el
aburrido colegio, en donde enseñaban solo bobadas inútiles.
Nací y me crie en una pequeña parcela enclavada en la sabana sucreña, como
cualquier niño de la región, corriendo por los pastizales detrás de los
becerros, explorando los montes, trepando árboles, nadando en el arroyo, escuchando
los diversos trinar de las aves y respirando el aire libre del campo; para mí
ese lugar era el paraíso… aún conservo en mis recuerdos el olor a tierra mojada
al pasto de cocuyo florecido.
Desde niño aprendí a trabajar el campo, ordeñar, cultivar la tierra;
mis amigos me admiraban por ser un buen cazador y me seguían en mis aventuras
por el monte.
Obligado por mis padres termine la primaria en una escuela rural que
estaba ubicada cerca de la granja; luego me matricularon en el pueblo que
quedaba algo retirado y por tal me tocaba vivir donde la tía Saturnina, una
anciana que vivía sola pues no tuvo hijos y había enviudado.
Mi rendimiento académico no era el mejor y mi comportamiento en clases
menos por lo que los profesores me habían catalogado como un “alumno problema”
y con toda la razón. Mas debo aclararles
que no es que fuera bruto, no, simplemente no tenía interés por el estudio y
aun así aprobada los cursos aunque fuera a rastras.
Al salir de vacaciones empaqué mi ropa en un costal y salí disparado
de la casa de mi tía Saturnina casi sin despedirme; no podía ocultar mi
felicidad pues tendría un mes para pasarla súper en la granja. La vieja bicicleta que me servía de
transporte parecía volar por aquellos caminos polvorientos y llenos de huecos. Al
llegar arroje mi “maleta” en un rincón y salí corriendo para el palo de mamón
al cual me subí y empecé a degustar la sabrosa fruta encaramado en una rama, mi
mamá casi se desgalilla llamándome para que me bajara, le preocupaba que me
fuera a caer y “desmalayar”, por supuesto no le hacía caso hasta que escuchaba
la temible voz de mi papá, ahí enseguida me bajaba pues de no hacerlo era capaz
de subir y bajarme y pegarme una buena limpia, era un tipo de mucho carácter.
Cuando estábamos cenando mi papá me miró algo serio y mostró unos
papeles que tenía en su mano, “es tu
boletín de calificaciones del primer semestre”; su rostro lo decía todo,
pues aquel boletín reflejaba las malas notas obtenidas por mí; parecía una
“manta de torero”, puro rojo, llevaba nueve materias perdidas. Ante esa
situación mi padre fue claro y tajante “si
no quieres estudiar entonces trabajaras”, era una sentencia que había que
cumplir y la verdad era lo que yo quería en esos momentos.
Lo que pensé que serían unas vacaciones divertidas se convirtieron en una
pesadilla, trabajaba de sol a sol hombro a hombro con mi padre y hermanos
mayores, desmontando, sembrando, pastoreando, recolectando.
Era clara la intención de mi padre, quería amedrentarme de tal manera
que cambiara de aptitud y valorara los estudios pues así me lo recalcaba a cada
rato, cuando me veía acobardado por el intenso sol de mediodía, “si estuvieras
estudiando nada de esto te estaría pasando”. Mi blanca piel había cambiado de
color y ahora lucia quemada, mis manos callosas y mis uñas llenas de tierra.
El fuerte verano secó los pastizales y había que llevar a pastar las
vacas a un lugar lejano a orillas del
rio. Mi papá decidió que era yo quien debía
acompañarlo y salimos por la madrugada él en un caballo y yo en el viejo mulo
arreando las pocas reces hasta el lugar escogido en la orilla del rio donde abundaba el pasto y
agua para que los animales se alimentaran y abrevaran; en aquel construimos un
improvisado corral con alambre de púas y una enramada para guarecernos. Llevábamos como cinco días en aquel lugar
cuando llegó un emisario enviado por mi mamá avisando que la niña estaba
enferma y necesitaba de la presencia de mi papá. “tendrás que quedarte solo un par de días”, sentí un escalofrió
recorrer mi espina dorsal pues sentía pavor quedarme solo en un lugar tan
inhóspito. “mantén el fuego encendido por
las noches, eso mantendrá alejado al tigre, allí te queda el chopo, solo úsalo
si es necesario, ten cuidado con eso”. Fueron las recomendaciones de mi
padre al salir; lo del tigre no era ningún chiste, por las noches le había
escuchado rugir en cualquier sitio no muy lejano.
Yo conocía aquel lugar pues no era la primera vez que iba, por lo que
decidí llevarme el bolso con los libros y cuadernos para entretenerme en ratos
de aburrimiento. Abrí aquel bolso y lo
primero que vi fue aquel libro de matemáticas que tantos dolores de cabeza me
había dado. Tome aquel libro que asociaba al odiado profesor Godofredo
Altamirano quien me la tenía montada y siempre me pasaba al tablero en donde
por supuesto terminaba haciendo el ridículo, y esto me daba mucha pena, sobre
todo con Luciana Díaz, aquella niña de tiernos ojos color miel que tanto me
gustaba. “Señor López, ¿a que viene usted
al colegio? ¿A perder tiempo?, será mejor que se quede en su casa… es usted un
burro cargado con jolones”. Palabras
ofensivas e hirientes por supuesto; esto causaba la hilaridad de mis compañeros
que también me la tenían montada.
Mientras pastoreaba, encerraba, ordeñaba y hacia el queso, me quedaba
tiempo para darle una mirada a la Baldor e intentaba resolver aquellos
problemas que nunca fui capaz de resolver.
Un día resolví el primero y fue como si una luz se encendiera en mi
cabeza, así, los fui resolviendo uno a uno, del más sencillo al más complicado…
solo había que ponerle lógica.
Estaba tan entusiasmado aquella noche que resolví tantos problemas que
el cansancio y el sueño me vencieron y al no alimentar la fogata esta se apagó
y solo permanecía encendido el mechón sobre la improvisada mesa.
No sé qué horas de la noche serian cuando escuche un fuerte estrepito
y escuche el ganado escapar en estampida, arrastrando consigo la débil alambrada;
cuando levante la cabeza, allí estaba, justo frente a mí, mirándome con sus
ojos amarillentos, con sus enormes colmillos y sus poderosas garras… era el
tigre.
El terror me paralizaba, el chopo estaba del otro lado del tigre y no
podría alcanzarlo; el enorme tigre que lucía algo hambriento se lanzó contra mi
dando un ágil salto; instintivamente le arrojé lo único que tenía en mis manos
que era aquel libro de matemáticas.
Fue como una escena de película, el tigre saltó por sobre la
improvisada mesa que no era otra cosa que una troja mal elaborada con pencas en
donde estaba el mechón de petróleo… al arrojar el libro golpeo al mechón
provocándose una repentina explosión justo cuando el tigre pasaba; por unos
instantes quede ciego por la luminosidad y luego por el humo; entre penumbras
pude ver como el enorme tigre huía a todo correr, “debe llevar los bigotes
chamuscados” pensé.
Al siguiente día regresó mi padre con la buena noticia que la niña ya
estaba mejor, que ya no tenía fiebre y la diarrea se le había parado, lo cual
me alegro mucho.
Esa noche después de contarle a mi padre lo sucedido aproveché para
decirle que deseaba volver al colegio; mi padre me miró largamente, sentí que
leía mis pensamientos, luego simplemente dijo “no hay problemas”.
Al terminar aquellas de vacaciones que jamás olvidaré, viaje a Galeras
a donde mi tía Saturnina que como siempre me recibía muy efusivamente. Nunca
imaginé sentir tanta alegría al regresar al colegio, en el salón algunos me
miraban con extrañeza porque no pensaban que regresaría y otros al notar lo
quemada de mi piel como consecuencia de los días trabajados bajo el abrazador
sol de la sabana sucreña.
El profesor Godofredo Altamirano no pudo disimular su sorpresa al
verme allí nuevamente; sin embargo me dio la bienvenida socarronamente como solía
tratarme, “López, no pensé verlo otra vez
por aquí, al parecer estuvo trabajando duro porque luce muy quemado por el sol”,
note cierta ironía al decirlo, lo cual me hizo pensar que algo había hablado
con mi padre.
Al finalizar el bachillerato y para sorpresa de muchos me gradué con
honores, siendo el mejor estudiante del grado Once y obteniendo una beca para
estudiar Ingeniería en una de las mejores universidades del país. Pero el mejor permio me lo dio Luciana Díaz,
quien el día de la graduación se acercó a mí y me dio un suave beso en la
mejilla y me susurro bajito “te amo”.
Hoy día soy profesional y he podido sacar a mi familia adelante, soy
profesor de matemáticas en la Universidad donde estudie; como verán aquel
episodio con el tigre fue muy significativo en mi vida, por tal puedo decir que
“Baldor salvó mi vida”.
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